Por Ana Raquel González del Río.
Ponencia presentada en el 4o Encuentro de Educación, Salud y Activismos Menstruales en São Paulo, Brasil, el 26 de mayo de 2023.
En las primeras páginas de su libro Siwapajti, Karina Vergara Sánchez afirma que “las mujeres, en nuestras distintas realidades y circunstancias, necesitamos urgentemente hacer memoria de lo que se nos ha exigido olvidar: que el cautiverio es cautiverio y que tiene un origen” y después declara que “…concebir que pudo no haber sido, significa que, si se combate el constante […] dominio […] también puede dejar de ser”. Y precisamente de eso es de lo que quiero charlar hoy con todas ustedas: de lo urgente e importante que es que recordemos que esto no siempre fue así y que podemos transformar la realidad para recuperar lo que siempre debimos tener: vivir con placer.
Todas las aquí presentes hemos nacido y crecido en un mundo donde tener cuerpo de mujer duele. Es decir, los fenómenos exclusivos de este cuerpo (menstruar, parir, tener senos, ovular) suelen suceder de forma dolorosa. Y aunque el dolor es definido como un sistema de defensa destinado a alertarnos de alguna agresión o disfunción de algún órgano o sistema y como una señal del sistema nervioso de que algo no anda bien, la ciencia médica, hoy por hoy, considera que este dolor cotidiano de ser mujer “no da cuenta de ningún desequilibrio” ni fisiológico, cultural o social.
¿Cómo llegamos a esta realidad en la que ser/tener cuerpo de mujer y padecer estos dolores es considerado como algo normal?, ¿cómo es que la ciencia médica -el poder que en la actualidad define y regula las verdades que se difunden sobre los cuerpos-, si bien se ha ocupado de explicar cómo es que son dolorosos los fenómenos fisiológicos exclusivos del cuerpo de mujer, no ha encontrado nada extraño en que así sea? cosa que, dicho sea de paso, no suele pasar con el resto de los fenómenos fisiológicos del cuerpo. Por ejemplo, si una mujer experimenta diarrea durante su menstruación, la ciencia médica explica que esto puede considerarse normal por la presencia de las prostaglandinas (sustancias parecidas a las hormonas, de génesis y acción local) que son necesarias para que se presenten las contracciones del útero para menstruar y que también se relacionan con las contracciones intestinales para defecar. Pero si leemos literatura que hable exclusivamente del intestino, se considera que el exceso de prostaglandinas puede generar diarreas anormales o patológicas. ¿Por qué si hablamos de diarrea al menstruar es normal que haya más prostaglandinas de las necesarias y que estas lleguen al o se produzcan en el intestino y ocasionen diarrea, pero si hablamos solo de un intestino -de un cuerpo que no menstrua, seguramente-sí se habla de anormalidad o patología?
Para responder a esta y otras preguntas, así como para desentrañar por qué es urgente y necesario plantearnos el placer como un asunto político indispensable para la materialización de nuestra dignidad y soberanía, necesitamos primero repasar el nacimiento del tabú menstrual -que incluye esta normalización del dolor de ser mujer- como un elemento clave de la instauración del patriarcado.
“El funcionamiento del sistema mundo en el que vivimos se sostiene de la explotación del cuerpo-trabajo de las mujeres” asevera acertadamente Karina Vergara. Se asume que quienes nacemos con vulva y útero tenemos una presunta capacidad paridora -capacidad de gestar y parir personas- con base en la cual se nos asigna el destino de madres: un rol que además de gestar y parir a la fuerza de trabajo que estará destinada a servir al sistema, implica trabajar y servir gratuitamente -y a perpetuidad- a aquellos que históricamente se han apropiado de nuestros cuerpos, trabajo, crías, posibilidades de disfrute o dolor, y hasta de nuestras identidades -mediante la construcción de la feminidad que, dicho sea de paso, incluye una mística del sufrimiento como marca de bondad o pureza-.
¿Qué papel cumplió entonces la creación del tabú menstrual para facilitar la apropiación -que también podríamos llamar arrebato- de nuestro cuerpo-trabajo?, ¿y qué papel sigue cumpliendo este tabú en la conservación del sistema en el que vivimos?
En “La represión del deseo materno…” Casilda Rodrigañez dice que conseguir el control sobre la capacidad paridora de las mujeres requirió como condición -o tuvo por consecuencia- la rigidez del útero. Fue indispensable arrebatar y machacar el deseo de las mujeres, suprimirlo y orientarlo exclusivamente hacia la satisfacción de los deseos del patriarca y su ley. Fue necesario arrebatarnos la capacidad de identificarnos con el placer que emana del reconocimiento y experimentación de nuestro deseo, de la satisfacción de las propias necesidades y las de nuestras crías, sin represión. ¿Y cómo pudo conseguirse el silenciamiento, rigidez y dolor constante de un órgano que fisiológicamente tiene más receptores para experimentar placer que dolor? Pues hay que mencionar que el 75% de los receptores del útero están relacionados con la experimentación de relajación y placer, y solo una cuarta parte tiene que ver con el estrés y el dolor. La respuesta está en el tabú: toda esa serie de mitos, mandatos, maltratos, prohibiciones y demás violencias que se fueron creando, ejerciendo y manteniendo sobre nuestros cuerpos, vidas, menstruaciones y ciclos.
Poco a poco, se crearon narrativas en las que ser mujer equivale a estar naturalmente en falta, ser naturalmente inferior. Se dijo que nuestra ciclicidad, menstruación y presunta capacidad paridora nos ponen del lado de lo “natural” e inferior, en contraposición con lo “racional” y superior, marcado como masculino. Para crear y sostener el tabú hizo falta echar mano de todos y cada uno de los recursos disponibles: el lenguaje (no es en vano que la palabra histeria provenga del vocablo griego que precisamente significa útero, o que la palabra fémina quiera decir “la de menos fe”), las religiones (que hoy por hoy siguen atravesando nuestras existencias con sus discursos misóginos sobre el pecado original, el castigo y la impureza de ser mujer), la ciencia médica (que sigue tratando todos los procesos exclusivos de nuestros cuerpos como si fueran enfermedades), la educación (que reproduce discursos reproductivistas y biologicistas), los medios de comunicación masiva y las artes a las que se favorece con mayor difusión (que persisten en representarnos desde los estereotipos y silenciar nuestros ciclos y sangres) y un larguísimo etcétera.
Han sido siglos, sino que milenios en el que nuestro cuerpo y nuestra psique han sido explicados, concebidos, gestados, paridos, criados, socializados, vividos y padecidos con toda la carga misógina de lo que nos dijeron -desde todas las áreas del saber y el quehacer humano- que supuestamente implica ser mujer.
A fuerza de toda esta violencia que se ha ejercido sobre nosotras, nuestros cuerpos fueron encarnando la hegemonía. Así, nuestro cuerpo pasó de ser sagrado como Maria Gimbutas lo describiera en sus estudios de la vieja europa; y de lo que Karina Vergara, desde nuestro territorio, lo definiera como una “vinculación simbólica, alimenticia y cíclica con la tierra hasta donde nuestros pies alcanzaran a caminar”, a ser un cuerpo doliente y un cuerpo función: un cuerpo para ser explotado, utilizado y finalmente desechado por otro.
Entonces, podemos decir que “el dolor de ser mujer” -el hecho material de que, en efecto, duele- es a la vez consecuencia y la supuesta comprobación de estas nociones de inferioridad, maldad, impureza, falta, pecado, suciedad… que se han ido imponiendo -unas sobre otras a través del tiempo- a nuestros cuerpos. Y, sobre todo, pensemos en qué indispensable ha sido que todas estas nociones encuentren su perfecto cerrojo en la función real que tiene el dolor: dar aviso de que algo anda mal; así como en el significado cultural que se ha asignado al dolor como algo merecido pues los castigos duelen, deben doler. Así entonces lo que está mal y lo que hay que castigar según el tabú es precisamente tener este cuerpo de mujer. No es entonces extraño que, actualmente, el dolor “inherente a ser mujer” sea un pilar que permanece más o menos intacto sobre el que se sigue sosteniendo el sistema que nos oprime y nos mantiene alejadas de lo que hubo antes del cautiverio, de lo que podría haber si aboliéramos el mandato de dolor que se impone sobre nuestros cuerpos e identidades.
¿A qué me refiero con lo que podría haber? Precisamente a la gran capacidad de disfrute, de placer para la que está naturalmente equipada la anatomía de nuestros cuerpos. Casilda Rodrigañez nos regaló “Pariremos con placer” en el que nos explicó cómo el parto es una función que debería ser llevada a cabo con placer. Michel Odent habla por su parte del parto mamiferizado que es vivido con deseo y placer -en contraposición con el parto “humanizado” (léase intervenido) que se vive en la actualidad-. Sus ideas, junto con las de muchas más, han estado en el ambiente al menos durante treinta años y, sin embargo, no han hecho eco suficiente en los discursos, saberes y prácticas de la ciencia médica, las ciencias sociales, la cultura y la cotidianeidad, ¿por qué?
Y, más aún, me atrevo a decir que si gestar y parir -en condiciones no intervenidas por el sometimiento patriarcal- debieran ser actos de deseo y placer… entonces, menstruar y ciclar también podrían y deberían ser experiencias placenteras.
De ahí que mi propuesta se centre en recuperar y volver a construir -desde este momento histórico, tomando en cuenta las diferentes realidades que nos atraviesan aquí y ahora- la entrañable sabiduría gozosa que nos fuera arrebatada hace ya tanto. Reclamar, pues, para nosotras el legítimo derecho a disfrutar lo que nos debería resultar natural y constitutivo: tener un útero en constante relajación y expansión -como la manifestación física del infinito poder creativo y de renovación que nos pertenece-; tener un ciclo por el cual transitar mes con mes para conocernos, renovarnos, crearnos y conectarnos; tener un sangrado menstrual gozoso, sostenido por contracciones uterinas relajadas.
Si todos los procesos que sostienen la vida individual y de la especie, resultan placenteros, ¿por qué menstruar, gestar y parir deberían ser la excepción? Si hoy contamos con información suficiente para saber que la ovulación es el quinto signo vital; si sabemos que menstruar y sangrar no son la misma cosa -pues para menstruar hay que haber ovulado y para ovular hay que tener la salud suficiente para sostener el tránsito hormonal por las diferentes fases del ciclo menstrual-, por lo que el ciclo forma parte de nuestra salud general; si sabemos que necesitamos ciclar, ovular y menstruar para tener salud mental, para conocernos, para autodeterminarnos y para poder sostenernos en lo personal y colectivo. ¿Por qué ciclar, ovular y menstruar no podrían y deberían ser experiencias placenteras si sabemos el papel crucial que fungen en nuestra vida y posibilidades de bienestar y salud?
En realidad, la cuestión se ha centrado por siglos en lo conveniente del silenciamiento y lo peligroso que resultaría y resulta que las mujeres vayamos recuperando nuestra capacidad de sentir placer, de desear cualquier otra cosa que no sea el cumplimiento y satisfacción del deseo y la ley del padre.
Si lo que afirmo pareciera poco, o fuera de la realidad, simplemente observemos a todas las aquí presentes, cuánto deseo hay aquí reunido, sostenido y multiplicado; cuánto deseo, cuánta energía y recursos hemos dejado de poner al servicio del sistema y hemos invertido para estar aquí por y para la causa que nos convoca hoy como activistas, sanadoras o educadoras menstruales; porque nos interesa, nos apasiona y nos urge desmontar y subvertir el tabú menstrual y dignificar nuestros cuerpos, ciclos y sangres… porque necesitamos transformar al mundo y, me atrevo a decir, porque disfrutamos transformándolo…
A ese gozo es precisamente al que me refiero como una herramienta y poder político urgente de recuperar. El placer de dirigir nuestro deseo hacia aquello que nos beneficia personal y colectivamente, aquello que implica reciprocidad, aquello que nos hace vibrar el útero y hace oleadas por todo nuestro cuerpo: el placer de vivirnos al centro de nuestra propia existencia, al servicio de nosotras mismas y lo que nos resulta benéfico.
Sé que el escenario que planteo suena aún utópico y habrá para quienes resulte incluso chocante. ¿Cómo hablar de menstruar con placer en esta realidad en la que seguimos siendo brutalmente violentadas todos los días? Pero mis palabras no apelan a una utopía, idealidad o romantización. El dolor, la violencia, el tabú, la misoginia estructural siguen existiendo y se refuncionalizan a cada pequeño paso que vamos avanzando. Sin embargo, qué importante que comencemos -o sigamos- hablando del derecho al placer, de la soberanía del placer, de la dignidad del placer de ciclar, ovular y menstruar. Qué importante que estas ideas comiencen a flotar en el ambiente, en cantidades iguales o mayores en las que lo siguen haciendo las nociones que aún hoy sostienen la materialización del dolor y la opresión.
Necesitamos pues, desandar el camino por el que llegamos a esta realidad, sabiendo que tenemos un lugar al cual regresar o desde el cual trazar un nuevo destino en distintas condiciones y aún con milenios de heridas a cuestas por sanar.
Necesitamos poder pensar que el disfrute es nuestro diseño original y que, precisamente en la recuperación de la capacidad de disfrutar este cuerpo que somos/tenemos/al que pertenecemos, podremos recuperar la sabiduría entrañable que nos es inherente y podremos emanciparnos.
Para desandar el camino del tabú, para poder salir de la jaula de dolor, culpa y vergüenza que nos obligaron a habitar y a sufrir como supuesta condición natural, necesitaremos disponer de cada recurso, de cada herramienta, de cada disciplina, ciencia, arte, lugar, lenguaje y espacio que tengamos al alcance de la mano -o que nos determinemos a alcanzar-. Necesitamos no solo subvertir, si no también recuperar las formas que tuvimos de ser, sentir, hacer, ciclar, sangrar, compartirnos y habitarnos antes del cautiverio, para no permitir que el sistema haga lo que por siglos ha hecho: hacernos sentir que vamos siempre comenzando, que estamos queriendo tejer donde antes hubo nada -al menos nada propio y nada para nosotras-.
Necesitamos conseguir que el dolor sea visto como lo que es: una señal de desequilibrio. Y entender que tener este cuerpo con útero, vulva, senos, vagina, ovarios, no es ningún desequilibrio, ni implica destino alguno de dolor, culpa o vergüenza.
Necesitamos ciencia que produzca investigación crítica, emancipadora y libre de toda misoginia. Necesitamos recuperar la palabra de aquellas que hace décadas ya hablaban del placer como un elemento inseparable e inherente al útero. Necesitamos arte, ciencias sociales, representaciones en los medios, narraciones, leyes, políticas públicas, formas de hablar, significados y significantes, que cuestionen el mandato de dolor y promuevan la idea del placer como inherente a nuestra existencia y como un eje primordial de la vida. Necesitamos filosofía, historia, sociología, pedagogías, estudios anatómicos del placer. Necesitamos nunca más volver a dejar pasar el dolor sin cuestionarnos qué es lo que se salió de equilibrio para que este se presentara. Necesitamos hablar de y experimentar nuestros placeres como cosa natural y saludable. Necesitamos reclamar, con todo el ímpetu, mediante todas las áreas del saber y quehacer humano, nuestro legítimo, soberano, debido y necesario derecho a vivir con placer.
Cómo citar este trabajo:
González del Río, Ana Raquel. (2023). Vivir con placer. [Ponencia]. 4o Encuentro de Educación, Salud y Activismos Menstruales, São Paulo, Brasil.
Fuentes:
Rodrigáñez Bustos, Casilda. Cachafeiro Viñambres, Ana. (2007). La represión del deseo materno y la génesis del estado de sumisión inconsciente. Murcia: Crimentales, S.L.
Rodrigáñez Bustos, Casilda. 2009. Pariremos con Placer. Madrid: Ediciones Crimentales.
Vergara Sánchez, Karina. (2022). Siwapajti, Medicina de mujer. Memoria y teoría de mujeres. México: Eterno femenino ediciones.